Algunas veces es necesaria una bocanada de aire gélido, que atraviese punzante los pulmones, para viajar, no sé muy bien por qué extraño mecanismo del cuerpo humano, hacia cada rincón del conjunto de huesos y carne que provoca nuestra sombra, para calmar el ritmo apresurado que mantiene nuestro corazón.
Tienes que salir de la cancha. Estás cansado, el peso que sostienen tus piernas parece haber aumentado exponencialmente en los últimos instantes del juego. Caminas con pies de plomo sobre una superficie que poco a poco se deshace a tus pies. Miras hacia abajo, ves que se derrite, no opones resistencia, caes y no te importa.
Miras el banquillo. Quieres derrumbarte en él. Te sientas haciendo que el peso de tu cuerpo se desplome en la madera, que absorbe el calor de tus nalgas. La cabeza, que hasta ahora había estado descolgada hacia delante, en un gesto de abatimiento, comienza a alzarse. Eclosionan las gotas de sudor de tu frente. Resbalan a velocidad dispar por tu cara, unas se encuentran con los accidentes de tus facciones y otras encuentran una vía más rápida por la suavidad y el deslizamiento que proporcionan algunas zonas de tu piel.
Y ya estás fuera. Te ves ahí sentado, mirando el partido. Estás perdiendo. No es nada comparado con lo que podría pasar, tienes que buscar un remedio para los problemas que tienes jugando. Pasan cosas a tu alrededor que no te importan lo más mínimo, dejas de ver lo que tienes a tu lado porque eres incapaz de salir del estado en el que te encuentras. Absorto en ti. No puedes encontrar una solución a lo que está pasando.
Algo te ha caído en la cabeza, como una fresca gota de lluvia que cae en un lago sereno, oscuro y tenebroso. Podría ser una solución para seguir adelante con el partido, justo la gota que necesitabas beber para recuperarte. O no.
Pase lo que pase se ha acabado el tiempo muerto, la árbitro, vestida como siempre, sobria e impoluta, a quien llaman realidad, ha decidido que tienes que salir al campo y reanudar de nuevo el juego de tu vida.
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